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Imágenes de una vida en la montaña (XXII)* |
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Desde el hombre recolector y cazador al hombre de hoy se han ido fosilizando muchas huellas. Tenemos la obligación de echar la vista atrás para contemplar nuestra evolución en el tiempo, reconocer nuestros logros y aprender de nuestros errores. La vida de un hombre no es más que una repetición de la historia de un pueblo. Al principio somos un conjunto de células, que ya contienen la información básica de nuestro ser. Con el parto llega nuestra identidad como personas, que se desarrolla en varias fases. El bebé es una criatura frágil, que depende de sus padres. Empieza a reconocer el ambiente que lo rodea. Los niños asimilan en su niñez el legado de sus ascendientes mediante la educación. En la adolescencia se impregnan de conocimiento y crean un pensamiento crítico. En la juventud tiene lugar la mayor vitalidad, una interacción perfecta de cuerpo y mente. Logramos nuestras mayores metas. La vejez es la esencia de la tranquilidad. Conocimiento y experiencia se funden, dando a cada estímulo el empuje necesario para no agotar nuestras mermadas fuerzas. La vida nació del mar, parida del vientre del mundo. La evolución del hombre, desde que bajó del árbol, hasta que se metió a refugiarse en cuevas, se corresponde al estado de bebé. Cuando el hombre sale de la cueva es la fase de la niñez. Se convierte en explorador de su mundo, con la guía de sus maestros. La adolescencia del hombre nos transporta a los egipcios, griegos y romanos; pero también al período oscuro de la Edad Media. Con la Revolución Francesa llega la plenitud de la juventud. Jóvenes llegamos a la edad moderna, con sus logros y sus múltiples defectos. Nos queda vivir la edad madura. No sabemos lo que nos deparará. Si nos fijamos en nuestra experiencia histórica, borramos los errores y avanzamos en nuestros logros, tal vez lleguemos a un feliz final. Cualquier tiempo pasado no fue mejor, ni peor. El tiempo siempre es el mismo. Su bondad está en nuestras esperanzas.
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